martes, 23 de febrero de 2010

Un juego...

Sé que nada volverá a ser lo de antes. Aun sé que palpo lo inexorable y lo irreversible. Que mis ojos ya no participan de mis anteriores miradas y que ahora las tuyas, déjame decírtelo, casi no las reconozco. Es un paréntesis tierno, pero que me ha devorado por dentro, que me ha vaciado y que ha logrado hacerme sangrar. Las heridas, eso sí, eran pequeñas, como para no ser tan alarmantes y no ver la necesidad de curarlas con celeridad.
Tal vez, el mal que me aceche, sea mi memoria. A veces pruebo a cambiar el nombre de las personas que recuerdo para comprobar si, con otro nombre, me parecieran diferentes. Qué cosas pienso! Imagina que fulanito se llama menganito y fulanito empieza a adquirir las cualidades de menganito, sus ademanes, su timbre de voz, cuando lo escucho por teléfono, imagino la expresión del que realmente posee su nombre. Pero no llego sólo a eso…Los gatos son perros y por eso imagino a los perros con bigotes y olfateando sardinas. Lo más curioso de todo esto…es pensar que los gatos se convierten en seres fieles, poco independientes y, sobre todo, cariñosos. Ya sé, ahora se llaman perros… Ahora viene lo peor, lo que no me cuadra. A veces te pienso con otro nombre. Te pongo el nombre de Blanca y me imagino a mí hablándoles a los demás de ti, pero refiriéndome a Blanca…Nadie lo entiende. Hasta yo me pierdo. Pruebo con Lucía… y me ilumina el rostro, te miro en mi mente sonriéndome como Lucía, pero no termino de poder verte completa cuando te dejo nombrada como Lucia. Y pruebo con otro nombre, esperando que me llames, para ver si te cambia el timbre de voz, para ver si tomas prestadas cosas que yo imagino, que te deseo adjudicar. Ay! Mi juego no tiene fin, definitivamente, no lo tiene. A todas las Blancas que conozco, a todas las Lucías, a todas que participaran prestando cualidades o hipotecando defectos. A todas ellas, finalmente, les pongo tu nombre…

martes, 2 de febrero de 2010

Por un momento, me imaginé despertando en mi cama, mirando el reloj digital…que indicaba eran sobre las nueve. Tras haber dormido, o soñado tal vez qué cosa, unas ocho horas y algo. Escuchando mi respiración me quedé mirando hacia arriba, mirando el techo levemente blanco y desentrañando la humilde luz que, a través de unas líneas, las cortinas no llegaban a cubrir.

Me volví dando un radical giro y puse mi nariz en el centro de la almohada…El olor que pude descifrar desde luego no era mío. El olor, fruto del contacto con la piel de mi cara, era caliente y daba la sensación de ser reciente, impregnado a conciencia, tal vez por un alma femenina. Pero en otras circunstancias, no se podría desentrañar el supuesto sexo del aroma reminiscente. Tal vez, pensé e intenté imaginar si yo podría llegar a extender, desde mi cuello, desde mi piel o mediante mis movimientos vitales, ese olor concreto. Y si alguien podría, en un caso límite, recordarme con todos mis rasgos precisos a golpe de pituitaria. Sonaba una canción en la radio que conectó el despertador a la hora que, antojadamente, sería la adecuada para despertarme un día de entre la semana con mínimos planes que llevar a cabo, excepto compartir conmigo la parte vital que corresponde a un miércoles. Los acervos de los miércoles son únicos, se diferencian desde lejos, causan la inflexión necesaria para los que trabajan necesariamente o para los que, simplemente, desean el paso del tiempo fuera de los festivos fines de semana. La luz del sol penetra más fuerte en los entresijos que abandona la cortina, es lo poco que puedo ver de la oscura habitación. Al igual que recordar la procedencia de aquel olor fugado de alguna piel. Cierto que fue una piel vagabunda, una piel que decidió impregnar su esencia sola por el roce. Tal vez me cuesta recordar la procedencia porque fue mezclándose con el mío propio en el transcurso reciente de mi sueño…Puede ser que ese olor que hubiera sido condición de las imágenes borrosas del pasado sueño…Todo esto significa la materialización de la frustración. Tan sólo me queda resignarme, a vivir lo que queda del día con las incógnitas que probablemente, se volverán mas intensas vespertinamente. Nunca barajé que me pudiera despertar con dos elementos, inconexos en su esencia, pero que condicionaran el planteamiento de mi mañana… Quizás durante el día, la casualidad haga que pueda estar suficientemente próximo a una piel templada que me saque de mis dudas, o por el contrario, esperar a la noche, en mi paciente cama, sin la luz del sol luchando con las cortinas y sin haber empezado ningún sueño, con la mente más clara para poder lograr ver el áurea de la piel que aún ocupa, ahora, toda mi cama…

lunes, 25 de enero de 2010

Algo para reflexionar

Durante estos dos últimos años, el mundo occidental se está enfrentando a la mayor crisis económica y financiera desde el final de la segunda guerra mundial. De supuesto origen financiero, la crisis está afectando a casi todos los sectores por igual y está teniendo como consecuencia directa la aparición de millones de parados, cambios profundos en los movimientos migratorios y otras consecuencias de difícil evaluación al día de hoy. Esta crisis ha puesto en evidencia diferentes fallos que todos advertimos y que tienen probablemente un denominador común: la desproporción. Desproporción entre las necesidades reales y la superproducción de bienes; desproporción entre desarrollo y sostenibilidad; desproporción entre calidad y sentido de vida y las posibilidades verdaderas de realizarlas.
El Reino de Bután, en un intento de modernizarse sin perder sus tradiciones y buscando un crecimiento sostenible para el medio ambiente, comenzó a medir su “felicidad interna bruta”. (Imagen: Wikipedia.)
¿Podría ser, en último término, que esa desproporción sea el resultado del egoísmo, el relativismo, el individualismo y hedonismo que se ha instaurado en nuestra sociedad y por lo tanto es el resultado de los fallos de todos nosotros? Síntomas de fallos que reflejan una enfermedad latente: la de no tener la visión de un proyecto global para la humanidad y el planeta en el que vivimos, una visión que nos ayude como individuos a sentirnos parte de algo más que no sea nuestra propia frontera, nuestro cuerpo físico y psíquico. Si fuese cierto aquello que dijo Nietzsche: Dios ha muerto, todo está permitido y las ideologías han desaparecido, ¿con qué vamos a construir el futuro? ¿Cómo enfrentar los retos de lo que Alain Touraine llama demodernización, entendida como fin del concepto de progreso como hasta hoy lo hemos concebido?
Por primera vez desde la segunda guerra mundial, las generaciones jóvenes se enfrentan a la realidad de una vida peor que la de sus padres. No consiguen adquirir vivienda ni autonomía económica y laboral, no obstante su alto nivel de formación y estudios. Y también asoma la necesidad que ciertos economistas auspician de entrar con convicción en una época de decrecimiento feliz y sobre todo, elegido.
Se necesita identificar otros indicadores que no se resuman en un PIB, indicadores que sepan medir calidad de desarrollo por encima de la cantidad. Todos nosotros, como personas y ciudadanos, sentimos en nuestro interior que algo está fallando. La velocidad en la que vivimos, donde todo es rápidamente descartable, incluidas las personas, los afectos, las relaciones es una señal de ello. Somos consumidores y cuanto más consumimos, más vacíos e insatisfechos nos sentimos. Con frecuencia nos refugiamos en soluciones químicas, ansiolíticos y otros productos, que hoy más que satisfacer necesidades, son concebidos sólo para mantenernos en constante situación de deseo. Podría ser que después de tantos años de estimulación y presión para consumir, el deseo vive una especie de atrofia que está conduciendo, empujando cada vez más, a muchas personas a utilizar estimulantes y otras sustancias.
Para los que no tienen medios para participar en el festín del hiperconsumo aparece a menudo un vacío y un sentimiento de inutilidad que lleva a una clausura emocional y social, que como una centrifugadora nos expulsa de su corazón para enviarnos siempre más lejos, a los confines.
La humanidad necesita de un proyecto innovador, un nuevo paradigma que nos ayude a salir de la burbuja del crecimiento infinito en un planeta con recursos finitos. Una nueva visión que nos ayude a levantar la cabeza y que abarque en el largo plazo la sostenibilidad en el más amplio concepto. Una nueva educación y el redescubrimiento de la importancia de los valores que permita transmitir sentido a las futuras generaciones, sobre todo sentido de pertenencia a la humanidad, como una gran familia con intereses comunes, donde la colaboración sea mucho más importante que la competitividad.
Luca Franceschi

domingo, 13 de septiembre de 2009

¿Hay vida antes de la muerte?

La evolución nos ha dotado de un cerebro para sentir y para pensar, un órgano asombroso que crea, ama y sueña. Pero somos imperfectos. Al cerebro humano le lastra el miedo. Programado para sobrevivir, observa desde su caja negra los peligros que le acechan. Y a diferencia del cerebro de otros animales, escudriña y teme también aquello que posiblemente podría ocurrirle: la muerte de un ser querido o la mirada del jefe que tal vez esté barruntando despedirnos. Atrincherado en su miedo a no sobrevivir, el cerebro nos tiende trampas para aliviar su soledad, para poblar de certezas su universo incierto y cambiante. A golpe de etiquetas dividimos el mundo en bueno o malo, es decir, en seguro e inseguro. Vivimos con la mirada del inconsciente fija en el código evolutivo heredado de los muertos: lejos de la manada, acecha la muerte. El desprecio de los otros nos aterra. Intentamos pertenecer al grupo, político, familiar o artístico, amparados al abrigo de las verdades de un ego colectivo que defiende un espacio seguro. Ulteriormente, los humanos tienden naturalmente a la justicia social y a la empatía, pero éstas se inhiben si el entorno y el cerebro así se lo aconsejan. No somos malos, somos obedientes porque tenemos miedo, aunque esa contradicción entre lo sentido y lo vivido crea más soledad y dolor del que siempre quisimos evitar.
En ese espacio grupal seguro, renunciamos a nuestro ser transparente, único y vulnerable, rechazamos enfrentarnos a las emociones que producen miedo y ansiedad. Disimulamos y evitamos hablar del dolor que alberga el mundo, aunque los expertos alertan del incremento espectacular de los trastornos mentales, con su séquito de sufrimiento, suicidios, maltratos y abusos, incluso entre los más jóvenes. ¿Por qué no somos capaces de ayudar a nuestros hijos a encontrar su lugar en el mundo? ¿No es suficiente distraerles con el consumo masivo y adictivo de placeres? Alimentamos con esfuerzo y rigor su cociente intelectual. Pero apenas educamos en el conocimiento de uno mismo, en la capacidad de desaprender aquello que nos lastra, en la expresión pacífica de la ira, en la capacidad de sentir y de escuchar al otro, de convivir. La creatividad y la inteligencia emocional se han convertido en nuestra sociedad en un don para unos pocos, en vez de una actitud vital para todos.
La conjunción de lo biológico con la revolución tecnológica augura un potencial insospechado al conocimiento. Reclamar el derecho a expresar de forma integral nuestro asombroso potencial intelectual, emocional y físico es uno de los grandes retos de este siglo, al que se enfrentan personas de ámbitos muy diversos. Sin distinciones inventadas, sin categorías infundadas y sin las etiquetas que nos roban del disfrute de la vida antes de la muerte.
Elsa Punset es autora de Brújula para navegantes emocionales (Aguilar, 2008).

miércoles, 8 de julio de 2009

Texto apertura...

ADOLESCENCIA

Vinieras y te fueras dulcemente, de otro camino a otro camino. Verte, y ya otra vez no verte. Pasar por un puente a otro puente. -El pie breve, la luz vencida alegre-. Muchacho que sería yo mirando aguas abajo la corriente, y en el espejo tu pasaje fluir, desvanecerse...