lunes, 25 de enero de 2010

Algo para reflexionar

Durante estos dos últimos años, el mundo occidental se está enfrentando a la mayor crisis económica y financiera desde el final de la segunda guerra mundial. De supuesto origen financiero, la crisis está afectando a casi todos los sectores por igual y está teniendo como consecuencia directa la aparición de millones de parados, cambios profundos en los movimientos migratorios y otras consecuencias de difícil evaluación al día de hoy. Esta crisis ha puesto en evidencia diferentes fallos que todos advertimos y que tienen probablemente un denominador común: la desproporción. Desproporción entre las necesidades reales y la superproducción de bienes; desproporción entre desarrollo y sostenibilidad; desproporción entre calidad y sentido de vida y las posibilidades verdaderas de realizarlas.
El Reino de Bután, en un intento de modernizarse sin perder sus tradiciones y buscando un crecimiento sostenible para el medio ambiente, comenzó a medir su “felicidad interna bruta”. (Imagen: Wikipedia.)
¿Podría ser, en último término, que esa desproporción sea el resultado del egoísmo, el relativismo, el individualismo y hedonismo que se ha instaurado en nuestra sociedad y por lo tanto es el resultado de los fallos de todos nosotros? Síntomas de fallos que reflejan una enfermedad latente: la de no tener la visión de un proyecto global para la humanidad y el planeta en el que vivimos, una visión que nos ayude como individuos a sentirnos parte de algo más que no sea nuestra propia frontera, nuestro cuerpo físico y psíquico. Si fuese cierto aquello que dijo Nietzsche: Dios ha muerto, todo está permitido y las ideologías han desaparecido, ¿con qué vamos a construir el futuro? ¿Cómo enfrentar los retos de lo que Alain Touraine llama demodernización, entendida como fin del concepto de progreso como hasta hoy lo hemos concebido?
Por primera vez desde la segunda guerra mundial, las generaciones jóvenes se enfrentan a la realidad de una vida peor que la de sus padres. No consiguen adquirir vivienda ni autonomía económica y laboral, no obstante su alto nivel de formación y estudios. Y también asoma la necesidad que ciertos economistas auspician de entrar con convicción en una época de decrecimiento feliz y sobre todo, elegido.
Se necesita identificar otros indicadores que no se resuman en un PIB, indicadores que sepan medir calidad de desarrollo por encima de la cantidad. Todos nosotros, como personas y ciudadanos, sentimos en nuestro interior que algo está fallando. La velocidad en la que vivimos, donde todo es rápidamente descartable, incluidas las personas, los afectos, las relaciones es una señal de ello. Somos consumidores y cuanto más consumimos, más vacíos e insatisfechos nos sentimos. Con frecuencia nos refugiamos en soluciones químicas, ansiolíticos y otros productos, que hoy más que satisfacer necesidades, son concebidos sólo para mantenernos en constante situación de deseo. Podría ser que después de tantos años de estimulación y presión para consumir, el deseo vive una especie de atrofia que está conduciendo, empujando cada vez más, a muchas personas a utilizar estimulantes y otras sustancias.
Para los que no tienen medios para participar en el festín del hiperconsumo aparece a menudo un vacío y un sentimiento de inutilidad que lleva a una clausura emocional y social, que como una centrifugadora nos expulsa de su corazón para enviarnos siempre más lejos, a los confines.
La humanidad necesita de un proyecto innovador, un nuevo paradigma que nos ayude a salir de la burbuja del crecimiento infinito en un planeta con recursos finitos. Una nueva visión que nos ayude a levantar la cabeza y que abarque en el largo plazo la sostenibilidad en el más amplio concepto. Una nueva educación y el redescubrimiento de la importancia de los valores que permita transmitir sentido a las futuras generaciones, sobre todo sentido de pertenencia a la humanidad, como una gran familia con intereses comunes, donde la colaboración sea mucho más importante que la competitividad.
Luca Franceschi

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